My make-up may be flaking
But my smile still stays on.
Queen, «Show Must Go On»
—¡Siguiente pregunta! —exclamó el presentador—. ¿Dónde está situada la retina y para qué sirve? ¡A la de tres, dispara al ciempiés!
Antes de que pudiera procesar siquiera sus palabras, una azafata ligera de ropa me tendió una escopeta de pintura para encañonar al gusano de papel que reptaba por una pared de cartón a unos metros. Mientras intentaba acertarle, mi compañero de equipo, un niño de diez años regordete y con gafas, tenía que escribir la respuesta en una cartilla que solo se daría por válida si yo conseguía dar al dichoso ciempiés.
—¡Vamos! —me urgió el niño, como si la presión del directo, de las cámaras y del centenar de espectadores del público no fuera suficiente—. ¡¡¡Date prisa!!!
Contuve las ganas de tirar el arma al suelo y abandonar el plató, y disparé la última bala de pintura…
¡PAM!
—¡Tieeeeeeeeeeeempo! —anunció una voz ensordecedora por los altavoces.
Había fallado.
El niño me miró conmocionado y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Tío, eres malísimo! —dijo, y el público soltó una carcajada general.
Me volví hacia Sarah, que aguardaba tras las cámaras, y le supliqué con la mirada que terminara con aquella tortura. Pero ella se limitó a negar en silencio, con la atención puesta en su teléfono móvil.
No me quedó más remedio que aguantar con estoicidad a que todo acabara mientras me disculpaba con el crío.
—¡Por qué poco! —exclamó el presentador a nuestro lado, devolviéndome al infierno de la realidad—. Ese ciempiés parece tener más vidas que un gato. De todos modos, vuestra puntuación asciende a un total de noventa y cinco zapatazos, mientras que la del equipo rojo a ciento treinta y cinco.
La gente del plató volvió a prorrumpir en aplausos a la orden de un regidor y yo me concentré en un punto en el infinito para evitar que mi cara explotara de la vergüenza.
Cuando la señora Sarah Coen me informó el día anterior de que tendría que asistir al programa Dispara al ciempiés de la televisión nacional creí que sería para cantar algún tema entre prueba y prueba, no como concursante.
No fue hasta esa misma mañana cuando Sarah me explicó que se trataba de una emisión especial solidaria en la que niños de tercero de primaria competían en parejas con un famoso para ganar el ansiado trofeo. El equipo vencedor destinaría el premio a una de las dos ONG que el programa había escogido mientras los niños se llevaban una videoconsola. Los famosos, por supuesto, solo estábamos allí para atraer a la audiencia.
—¡Aquí comienza la última ronda! —dijo el presentador, tras hacernos un gesto a ambos equipos para que nos acercáramos a la piscina que había aparecido por arte de magia en mitad del plató.
Mi contrincante se llamaba Malenna, una mujer estirada de bótox hasta los párpados —soy hijo de cirujano plástico; tengo el superpoder de distinguir qué es de verdad y qué de mentira—, cuyo programa de cine, según me contó Sarah mientras me maquillaban, fue muy popular en la década de los noventa y a quien no había visto en mi vida.
—Como nuestros concursantes ya sabrán de otras ediciones —prosiguió el hombre—, esta prueba consiste en pescar el mayor número de zapatazos para vuestros ciempiés con estas cañas. Aarón y Malenna llevarán los ojos vendados mientras que sus compañeros tendrán que guiarles. ¿Estáis listos?
«¡No!»
—¡Pues que comience el espectáculo!
La misma azafata de antes me vendó los ojos. Pero cuando se acercó, sentí que se pegaba más de lo necesario y que respiraba más fuerte de lo normal contra mi cuello. Antes de alejarse, me acarició el cuello con los dedos. El vello de la nuca se me erizó.
—¡A la de tres, pesca al ciempiés!
Mierda, la distracción por causa de la chica me hizo perder unos valiosos segundos que mi compañero no pasó por alto.
—¡Venga! ¡Baja la caña! ¡Baja la caña, jolines! ¡Ahora a la derecha! ¡Más a tu derecha! —La voz de pito del niño sonaba como una alarma antiincendios.
Yo seguía las órdenes como podía. Con los ojos vendados, el ruido a mi alrededor se intensificó. La estridente música de fondo, los aplausos del público, los gritos de la niña del equipo rival, los comentarios ingeniosos del presentador… sería un milagro si no me mareaba y caía redondo allí mismo.
En ese instante, en la oscuridad que proporcionaba el antifaz, me pregunté de qué manera podría beneficiar hacer el ridículo de esa manera a mi carrera como cantante y si tendría que repetirlo muchas más veces.
El concurso finalizó unos minutos después, con cinco zapatazos pescados por mi parte y ocho por parte de la dama del bótox. Una vez que hubieron entregado el premio a la niña, nos despedimos y se apagaron las cámaras. La señora Coen se acercó entonces para darme una palmada en la espalda y felicitarme. Si hubiera sido Leo, la habría mandado a la mierda allí mismo. Pero por desgracia no lo era, así que me limité a mirar al suelo.
Como colofón de la noche, la mujer me obligó a regalarle un CD de Play Serafin al niño con el que había concursado. En cuanto se lo di, y sin tan siquiera esperar a perderme de vista, lo tiró en el primer cubo de basura que encontró.
Me volví hacia Sarah ofendido y molesto, pero ella volvía a tener la mirada clavada en su Smartphone y se encaminaba a la salida.
Con el público gritando y aplaudiendo a mi espalda para que me acercara a firmar autógrafos, me encaminé tras ella seguido de Hermann y de otro guardaespaldas cuyo nombre desconocía. Me hubiera gustado quedarme unos minutos a saludar a esos fans, pero mi «niñera» me había dado órdenes de no demorarnos ni un minuto más de lo necesario.
Una vez en el exterior, oí las voces que coreaban mi nombre al otro lado de la verja que bordeaba el aparcamiento. Esa gente, aunque pareciera imposible, ya estaba allí cuando llegamos, seis horas antes.
—No ha ido mal. Nada mal —dijo Sarah mirándome por primera vez a los ojos.
—Si tú lo dices…
—Ese programa tiene una de las audiencias más altas del fin de semana, y encima la gente se ha reído contigo.
—Querrás decir de mí —la corregí.
—Con un poco de suerte alguna de tus meteduras de pata se hará viral a lo largo de la noche —añadió con gesto ausente, como quien advierte que debe comprar pan de camino a casa.
Sabía que era imposible intentar hacerle comprender que yo, al igual que Leo, éramos seres humanos con sentimientos y esas cosas.
Me recliné en el asiento y perdí la vista en las hipnóticas luces y las banderas ondeantes de la Quinta Avenida. Al pasar frente a la biblioteca pública recordé que se me estaban acabando los libros que leer. Apenas eran las cinco de la tarde, pero llevaba despierto desde las siete de la mañana sin parar ni un momento y podía quedarme frito allí mismo si no me concentraba en otra cosa.
Solo hacía dos meses que Leo había vuelto a España y ya sentía que iba a perder la cabeza. Intentaba hablar con él por internet cada cierto tiempo, pero no era lo mismo. El inesperado aislamiento al que Develstar me había sometido era tal que, tan solo en los momentos de trabajo con Haru, podía olvidarme de lo mal que me sentía al ver que ya no era dueño de mi vida.
Desde que Leo se marchó, mis apariciones públicas y trabajos fuera del estudio podían resumirse en el concierto que di para anunciar oficialmente la nueva (y auténtica) imagen de Play Serafin, para el cual apenas tuve tiempo de ensayar como lo había hecho mi hermano, y un par de sesiones fotográficas esporádicas.
No hubo ruedas de prensa, ni galas, ni encuentros con fans. Develstar me mantenía lejos del ojo público la mayor parte del tiempo, concentrado en mi música y trabajando con Haru en nuevos temas. Pero, por mucho que intentara ignorarlo, era imposible no darse cuenta de que, fuera del refugio en el que se había convertido el edificio, el mundo había enloquecido por mi culpa.
No fui consciente de su verdadera dimensión hasta aquel concierto que di en Manhattan. Tuvo lugar en la Powerhouse, una increíble librería de paredes y suelo de cemento en la que se organizaban numerosas presentaciones de libros, galas, fiestas privadas… En cuanto despejaban las mesas y las estanterías, el local, de dos pisos abiertos, se convertía en una espaciosa sala que Develstar no dudó en reservar para mi gran día. El problema fue que, aunque era un pase privado para periodistas, críticos, artistas y algunos afortunados seguidores de mi canal de YouTube, cerca de un millar de personas colapsaron las calles de alrededor solo para verme de lejos.
La experiencia de actuar en solitario por primera vez fue una absoluta descarga de adrenalina. Cuando logré calmarme y comprendí que aquella gente había venido a verme cantar porque les gustaba mi música, me olvidé de todo y me concentré en hacerlo lo mejor posible. La pesadilla se desató horas después, cuando la policía tuvo que intervenir para despejar las calles y sacarnos de allí. Todavía sentía con asombrosa claridad el retumbar de los gritos y los golpes amortiguados en la ventanilla de la limusina. Aún hoy el recuerdo me provocaba escalofríos.
El coche se detuvo en el lateral de las oficinas devolviéndome al presente. Aguardó hasta que la verja de seguridad terminó de abrirse antes de sumergirse en las entrañas del garaje privado. Hacía tiempo que entrar o salir por la puerta principal del edificio se había convertido en un imposible por culpa de los periodistas, y ahora siempre me veía obligado a utilizar ese camino para escapar, aunque solo fuera las pocas veces que me permitían ir a dar un paseo por Central Park.
Desde allí, los dos escoltas nos acompañaron hasta el ascensor.
—Que descanses —me dijo Sarah cuando las puertas se abrieron en mi apartamento—. Procura no buscar por internet vídeos de hoy ni de…
—Buenas noches —la interrumpí girando sobre mis talones y alejándome por el pasillo. Cuando quisiera escuchar sus inútiles consejos, se lo haría saber.
Ya en mi cuarto, me desvestí sin preocuparme de dónde tiraba la ropa y me metí en la ducha. Entre la sesión del gimnasio de por la mañana y el programa de la tarde, mis músculos parecían alambres a punto de salírseme de la piel. En cuanto entré en contacto con el agua caliente, disparada por los múltiples chorros del hidromasaje, creí fundirme con el vaho. Suspiré agotado y me quedé sentado en el borde con los ojos cerrados y el agua empapándome entero.
Cada vez estaba más seguro de que nunca me acostumbraría a ese tipo de vida. No había semana que la empresa no inventara una nueva norma para restringir mi libertad de alguna manera. Parecía como si les diera miedo que ir al cine, o a dar una vuelta o tomarme un fin de semana libre para viajar pudiera provocar una debacle.
Con la excusa de proteger mi integridad física, la correa alrededor de mi cuello se iba volviendo cada vez más estrecha según pasaban los días. Y todavía me quedaban más de diecisiete meses con ellos. Casi dos años soportando a la inaguantable señora Coen, al malhumorado Hermann y al indeseable señor Gladstone.
Pero lo peor no era eso. No, lo peor era que incluso los mejores recuerdos de los meses pasados estaban envenenados y pervertidos por decenas de noticias diarias que me tenían a mí como protagonista.
Y es que, si ya de por sí el mal de amores es un auténtico asco, que el mundo se dedique a recordarte a todas horas a la última chica con la que has estado, es muchísimo peor.
Si mi relación con Emma había sido fugaz, especial y secreta, la ruptura estaba siendo todo lo contrario. Y digo «estaba siendo» porque, aunque no había vuelto a verla desde que recogió sus cosas y regresó a Los Ángeles la mañana después de nuestra pelea sin despedirse siquiera, los fans y los periodistas se habían encargado de que no pasara un solo día sin que la tuviera presente. Portadas de revistas, preguntas a la salida del edificio, webs dedicadas a nuestro efímero noviazgo, especulaciones, rumores, mentiras… Era tal la presión que me vi obligado a dejar de utilizar internet más que para hablar con mi familia y mis amigos. En cuanto a Emma, no había vuelto a tener noticias de ella.
De haberlo sabido, nunca habría atravesado la marea de gente que nos separaba durante la première de la película Castorfa, para tomarla entre mis brazos y darle un beso de esos que hacen historia (nunca mejor dicho). ¿O sí?
A mis dieciocho años empezaba a pensar que eso del amor no era más que un campo de minas lleno de trampas, listo para hacerme saltar por los aires a cada paso que diera. Primero, Dalila y su repentino salto a la fama, y ahora Emma. ¿Era cosa mía o el asunto estaba mal enfocado desde el principio? ¿Por qué no podía ser como en todas esas pelis y libros que había leído en los que alguien, con ayuda de tecnología ultraavanzada, decidía con quién era mejor pasar el resto de nuestra vida?
En una sola noche, los medios no solo habían descubierto que era yo quien cantaba y componía las canciones de Play Serafin, sino que, además, estaba enamorado. Y, si mi primer beso con Emma había tenido lugar lejos de todas las miradas, el último había sido delante de un centenar de cámaras, fotógrafos y periodistas que no perdieron ocasión de inmortalizar el momento. Vamos, que a la mañana siguiente, esa fue la imagen más repetida en todos los medios, y no la del espectacular vestido de Dalila Fes.
Mientras que algunas cadenas hicieron más hincapié en el hecho de que yo fuera el auténtico artista y no mi hermano, otras se mostraron mucho más interesadas en conocer la identidad de la joven que parecía traerme loco. Por desgracia, ninguno de esos medios se enteró hasta varios días después de que aquella misma noche Emma y yo habíamos roto y que ella, a la mañana siguiente, había abandonado Nueva York.
Durante las siguientes tres semanas, la prensa asaltó el edificio de Develstar noche y día en busca de una nueva exclusiva o una foto con Emma. Lo único que me tranquilizaba era saber que al menos ella había huido antes de que todo estallara y que ahora estaría tranquila en la costa Oeste con sus tíos.
El problema lo tenía yo. Apenas había tenido oportunidad de salir del edificio desde que mi hermano se marchó de vuelta a España, y las pocas veces que lo había hecho, me había sentido en un infierno rodeado por flashes, micrófonos y gritos en forma de preguntas que no sabía cómo contestar.
Pero lo más extraño de todo era que Develstar tampoco me estaba pidiendo que no lo hiciera. Quizá estuviera comportándome como un paranoico, pero no entendía a qué esperaban para hacer conmigo lo mismo que habían hecho con Leo en su día. ¿Por qué no me obligaban a ir de plató en plató promocionando la nueva imagen de Play Serafin? ¿Cuándo me iban a programar nuevos conciertos? ¿Dónde estaban las clases de dicción y postura corporal que había recibido mi hermano? ¿Y las de baile?
El programa de aquella tarde para hacer el ridículo con un niño de diez años había sido el único espectáculo, además del concierto, al que me había llevado Sarah en todo ese tiempo. El resto, había permanecido recluido trabajando en el próximo disco y recibiendo de Haru algunas lecciones de propina sobre cómo cantar en público. Con la PAU aprobada de pura chiripa gracias a la ayuda del profesor Rotts, al menos tenía un asunto menos del que preocuparme y más tiempo para leer y ejercitarme en el gimnasio.
Comenzaba a pensar que me habían hecho firmar ese nuevo contrato solo para tenerme allí encerrado y entretenerles como si fuera un mono de feria. Tal vez me estuvieran castigando con eso de la psicología inversa. O quizá solo estuvieran siendo amables y no querían echarme a los leones hasta pasado un tiempo.
No sé por qué, pero esta última posibilidad no me convencía…
Fuera como fuese, intentaba no quejarme. El disco seguía en la lista de los más vendidos, y la popularidad de Play Serafin, más que menguar, se había disparado con mi aparición. O eso me decía Sarah.
Con los músculos desentumecidos, cerré los grifos y me envolví en una toalla tan gruesa y mullida que parecía sacada de un anuncio de detergente. Después me puse unos boxer y me tiré en el sofá del salón con la intención de leer hasta que me cayera dormido. No necesitaba a Sarah para saber que encender el televisor, si no era para ver una película, era una mala idea.
Un rato después, cuando la protagonista de la novela en la que estaba inmerso puso punto y final a la revolución que había iniciado por el mero hecho de tomarse unas bayas, me entró hambre.
Mientras esperaba a que me trajeran la comida que había pedido al restaurante, me acerqué a la inmensa cristalera que presidía el salón, donde los últimos retazos del atardecer se ahogaban en la ciudad. El recuerdo de la primera vez que corrí las cortinas y descubrí aquel paisaje me llenó de nostalgia. Entonces pensaba que aquella sería la oportunidad de nuestras vidas y que estábamos viviendo un sueño. Leo y yo. Los dos hermanos Serafin contra el mundo. Los dos juntos…
El amargo pensamiento me encogió el estómago. De repente me pregunté qué estaría haciendo mi hermano en ese momento.
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